viernes, 20 de febrero de 2015

Lo que nunca me dijiste.

Eres a la que le di la vida, a la que se la repartí cuando creí necesario. Te hice nacer más veces que todas las madres del mundo, con una sonrisa ufana, discutiendo sobre cosas inmortales, cuando me sumergía en tu vientre hasta que no hacía pie. Cuando te ahogaba. Eres lo que prometí que nunca más volvería a hacer o decir pero te buscaba con una inercia amurallada, siempre prefiriéndote, dibujando tu nombre con las yemas de mis dedos en las caras de las demás. La que me hizo un poco menos niño y dos años más hombre cuando me explicó que no debía permanecer impasible al verla llorar y a pedir perdón cuando no lo hacía bien. La que me hizo ver que en el fondo el orgullo no sabía tan mal, que alguna vez uno podía tragárselo y bajarlo con agua, pan, y un "lo siento". La que no pude pasar por encima, ni tener encima, la que jamás dejé de querer tocar. 
Eres la que tiene el paso firme y no duda de hacia dónde va pero a veces pierde el rumbo cuando me presento centauro y listo para matar. Eres la que aprendiste a ser, la que te enseñé que debías ser -y maldita la hora en la que te concebí perfecta- la que quiero, la que me quiso, la que no pudo hacer nada más. La que se rindió y volvió a verme por amor, y se dio cuenta de que nunca había desistido, ni siquiera después de haber perdido a todos sus hombres en la guerra negra. Eres la que a veces me mira y es distinta, castigada. La que se tomó el tiempo de conocerme hasta las mentiras, hasta los miedos, la que me observa y sabe verme, la que toma aire y me perdona, la que aparece en mis horas más oscuras cuando pienso que no me volverá a guiar. La que me ilumina, la que me protesta, la que no teme perderme porque un día la maté sin mí y ella tuvo el valor de juntar el cuerpo que devasté y salir del inframundo. 
Nos robamos cosas en mi cama que ya no volverán a pertenecernos porque no las podremos recuperar, porque es verdad, un día fuimos jóvenes y no tuvimos nada, más que esa dolorosa eternidad y todos los defectos que encantan. Decías que no te gustaba que odiara a los centauros porque no podía odiarme a mí mismo, que para eso y para cuidarme ya estabas tú, que amabas tomar mis manos y acariciarte la cara, que al final de mi cuerpo nunca llegabas a entender si tú me volvías de carne y hueso o si yo te hacía a ti más abstracta. No fue culpa de nadie. 

Tuve que escribirme esto porque vos nunca podrías hacerlo y porque mi orgullo no permitiría que lo escribieras, jamás sería como quiero ni dirías las cosas que tenés que decir, porque es muy fácil hablar de los errores ajenos y tremendamente complejo encontrarse en el pecho el propio error, porque nunca me gustó cómo dibujabas las letras H ni cómo hacías las sonrisas y hasta me molestaba tu forma de agarrar el lápiz. Nunca sería lo que espero, así que te dejo el trabajo hecho porque te quiero tanto que estoy aburrida de esto.

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