jueves, 18 de septiembre de 2014

Guerras negras.

Pensé que me llenabas de bien 
y que apagabas con tu calma mis incendios impares. 
Quise hacerme creer que vendrías con luz 
y un poco de nieve en las botas, 
con la nariz roja de ese frío en inviernos clausurados. 
De tus inviernos por dentro. 
De tus silencios, de tus noches. 
Me repetí en todos los almuerzos que ibas a aparecer 
con mil perdones para dar a las mil disculpas que te ofrecía, 
que vendrías, más temprano que tarde, 
alguna mañana, cualquier día. 
Te acercabas de a ratos, como si tuvieras miedo, 
observabas de lejos las tormentas tétricas que salían de mis ojos, 
y cómo iba a exigir que te quedaras, 
si casi suplicaba de rodillas por alguien que me salvara de mí, 
de las marcas de los aguijones que me clavaron en otros marzos. 
Yo ya no tenía nada más para entregar, 
pero sí tenía tanques, excusas y granadas por defecto 
que te iban a explotar a un tiempo en las manos. 
Y no quería que nada en el mundo destrozara tus delicadas manos finas y largas, 
ni siquiera yo cuando te mordía como una fiera para que no me tocaras. 
No podía ver tu sangre y a vos, a trozos, 
esparcido por mis campos de batalla. 
Entendiste, por fin, que conmigo no podía haber amor ni podía hacerse, 
que todo iban a ser guerras negras y banderas blancas, 
que todo sería devastación pura y cuerpos destrozados. 
Te fuiste, te empujé a irte presionando con mi cuerpo cada puerta, 
con las maletas fuera y toda tu esencia dentro de esta casa, la nuestra. 
Olías demasiado a noches de verano y sexo, 
y yo tuve miedo a helarte en este invierno.

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