jueves, 7 de mayo de 2015

Y un día se transformará, veloz, en un año, y te olvidarás de mí.

Cuestionaste por mi fobia a ser dejada pero tú nunca llegarías a entender que así dolería menos cuando tuvieras que irte. Ojalá alguien pudiera despertarme cuando terminara septiembre, alguien que pudiera explicarme por qué me vas a devolver a las guerras negras después de haberme regalado tanta paz, ahora huérfanos de ella, despojados, vulnerables.
Pero vos no entendés. Todavía no ves que tus zapatos italianos dibujaron una ruta de adiós y yo la seguí, siempre corriendo detrás de ese miedo tuyo a que todo pudiera salir mal y romperse, queriendo controlar el ruido que hiciera mi cuerpo cuando pasara. Pero nunca quisiste darte cuenta de que ya se había terminado, y sí, mal. Porque hacía mucho que habíamos dejado de hablar de lo mismo y yo quería creer que aún podíamos pensarlo, hasta que una noche me di cuenta de que el tiempo se me hacía trizas entre las manos, que el verano siempre se acaba, que el invierno se acerca, que a mí me desquiciaba no comprender cómo podías empezar a vivir una vida sin riesgos así, apaciblemente. Y que algo de mí se fue contigo cuando me incautaste esa tristeza dulce tras la que me había escondido, mirándome con tus ojos llenos de sal.
Si yo sólo hubiera sabido que ya habíamos jugado todas nuestras cartas y bebido todo el whisky y que íbamos por la parte de desgarrarnos con los dientes, tal vez hubiera podido invitarte al remanso del que no eras faculto. Y basta, che. Basta, por favor.

No hay comentarios:

Publicar un comentario