lunes, 29 de diciembre de 2014

No me dejás dormir.

Vos sos todo eso que llena al mundo de sosiego y que a mí tanto me asusta. 
Sos esa cotidianidad tan hermosa y necesaria, la calma que le falta a mi mente siempre librando batallas contra mí misma, contra mí por vos, para que hoy estés conmigo. 
Edifiqué sobre los bordes de tu cuerpo un muro que me impide besarte y que, por fin, nunca podré derribar. 
Construí un puente de odio y rencor entre tu diastema y mis ojos 
y me duele tanto no haber llegado siete años antes, 
porque hubiera sido capaz de quererte con todo el valor de la niña de doce flores en sus dientitos de comadreja de entonces, como lo hago ahora. 
Pude claudicar con estoicismo a esa libertad recién adquirida para volver a rendirme de rodillas en tu infierno 
y aún hoy te observo con esta tristeza dulce y que de pronto se ha convertido casi en una paz. 
Te dije que hiciste que me acostumbrara a la escasez de vos, 
a la austeridad de tu lengua abriéndose paso hasta mí con desespero, 
a que me quisieras de año en año, de dos en dos, de tres a siete. 
Te dije que ojalá realmente me hubiera acostumbrado, 
que hubiera querido haberme adaptado al siniestro albedrío, 
a nuestro amor a solas, 
a esas citas de seguridad social para las que me reclamabas. 
Pero ojalá, mi "ojalá" más sincero, haber llegado muchos años antes, 
tantos como fuera imposible, 
tantos como para nunca haberte alcanzado. 

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