jueves, 25 de diciembre de 2014

Mucho antes de Navidad.

El primer amor te moldea, te condiciona cómo vas a amar para siempre, cómo vas a entregarte al resto del mundo, con qué ojos lo vas a mirar. No es que te cambie, es que te hace ser, y te hace ser de esa manera para lo que queda de vida, una que vas a vivir acordándote de él. De qué pudo haber sido, de cómo estaría todo si no hubiera existido una noche funesta. De cómo, dónde o con quién estará él ahora, qué habrá logrado hacer de su vida. Si sus hijos tendrán el nombre que había fantaseado con vos. Y te vas a llenar de preguntas, siempre con la certeza de que ponerle fin fue lo mejor. 

Y es que en el fondo sabrás que no podía haberse dirigido en sentido contrario, que fue algo que nunca tuvo remedio y que todos habían visto en la tapa su fecha de caducidad, pero ustedes quisieron aferrarse porque mirarse a los ojos y encontrar su mayor tesoro siempre les pesó un poco más que el temor. Quisieron aferrarse porque al girar en la cama, ver la espalda del otro y dibujar con un dedo en ella los llevaba hasta un remanso del que siempre habían sido huérfanos y al que sólo podían acceder si enlazaban las manos. 

Y así se fueron perdonando, día tras día, hasta que pudiste ver y darte cuenta de que por mucho que lo quisieras o te quisiera, una persona que te llena de miedo, lo haga de la forma que lo haga, aunque nunca llegue a ser consciente, no puede ser sana. Pero en lo más oceánico de vos vas a saber que todo lo que sos, tu capacidad de amar, de perdonar, de comprender, tu paciencia, tu afección e incluso tu rabia y tu dolor, todo es gracias a él pero nunca por su culpa, porque a cada instante fue tu decisión quererlo hasta sentir que te faltaba el aire.

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