jueves, 31 de julio de 2014

Encarcelamientos en prosa

Una de esas tantas noches hablamos un poco del abandono y de la desconfianza. Estábamos huérfanos de paz y a ratos también de tristeza. Vos todavía me mirabas con algún resquicio de esperanza, intentando que la chica que amabas y sabías que existía en mí saliera de nuevo a iluminarte. Y yo todavía te hablaba con un deje de odio porque en el fondo sabía que el dolor se nos acercaba. Tu abandono nos rondaba a los dos, y siendo todavía un par de palabras de ocho letras, llana y aguda, podía sentir que tenías miedo a las cosas esdrújulas, como las cárceles a las que creías que te estaba condenando.

Escuchábamos canciones de Sabina y leíamos algún que otro poema en alto, pero no lo recitábamos porque estabas ya muy vacío como para erizarte y yo estaba atestada de inseguridades. A veces me observabas desde el fondo de tus ojos índicos, y yo era un temible pacífico que no hallaba la paz y le encantaba que así fuera. Intenté explicarte por todos los medios que aunque fuéramos seres cóncavos todavía estábamos a tiempo de rescatarnos, pero vos estabas a full de puntos finales, en los hoyuelos, en la nariz, en las comisuras de los labios.

Yo rezaba por las noches para que no te tocara estar nunca en los pasillos de un psiquiátrico abandonado, mientras te preparaba un banquete de cócteles molotov porque quería ser la única dueña de tu destrucción. Nos movíamos en un espacio de vigilia porque nunca quisimos entregarnos del todo, en cambio yo te entregué todo lo poco que tenía o que quedaba de mí. Y lo perdí, se fue con vos y ni siquiera te quería.

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