martes, 11 de marzo de 2014

Te espero a la una y media en las escaleras de la facultad.

Te sigo esperando.

Te espero a la una y media en las escaleras de la facultad.
Te espero a las dos en la puerta de casa y,
hasta hace unos días era capaz de esperarte toda la vida
si brillaba el pequeño bichito de luz que me llevaba
a un final abrazada a tu espalda.
Era capaz de todo por ti,
era invencible si me dabas ese poder.
Pero viene la hora del minuto de silencio,
de guardar los ocho años de luto por el amor que se murió,
y te quiero.
Y ya no sé si es más fuerte el miedo al futuro sin esa sonrisa sin la que no puedo vivir,
o el amor que aprendí a tenerme
para que pudieras amarme a mí.
Después de tanto dolor viene la resignación
de que ya nada se puede hacer.
Que ya no existes en mi vida,
que de nada sirve cualquier intento por recuperarte,
las personas no vuelven de allí.
Pero yo te sigo esperando tras la escalinata de piedra
y sigo sentándome cada tarde en nuestro sitio y de frente,
para que no se me escape tu mirada por si entras,
aunque sé que no lo harás porque estás muy muy lejano.
Cómo se supera una muerte tan repentina, tan inesperada.
Que cómo le explico a mi otra yo,
la que no intenta hacer poesía,
que se terminaron los días en los que
tus ojos normales se posaban en los suyos,
que tu perfume sólo podrá sentirlo al besar el cuello de otros,
cuando camine por calles que también fueron suyas
y alguien la haga girarse y recordar,
pero sólo recordar
porque después de la tormenta no llega la calma,
ni llega el olvido.
Llega el recuerdo y la resignación.
Cómo se asume el dejar de esperarte,
cómo aceptar que no va a haber más llamadas, más mensajes,
más palabras.
Cómo se convence una de que la persona que más quiere murió,
cómo se hace para aceptar esa idea
por no aceptar la de que él simplemente jugó el juego lo mejor que pudo
y probablemente lo ganó
porque no se le vienen encima diecisiete meses de extrañarse y de extrañarte,
porque es algo que no le importa y no hay más.
Por eso, por esa cobardía de no querer ver la realidad,
es más sencillo creer que tu persona favorita en el mundo
se fue al cielo con los demás ángeles,
es incluso menos doloroso que sentirse despreciada.
No puedo olvidar los días en los que me decía que tu nombre nunca más iba a iluminar la pantalla de mi móvil ni mi vida,
y lo repetía una y otra vez pero no me convencía,
hasta que un día ocurrió el milagro.
Una tarde sin esperanza después de dos llamadas sin respuesta.
Me sentí una superheroína el día que creí recuperarte,
-y la única heroína eran tus besos-
pensé que nada podría jamás derribar lo que, con esfuerzo, habíamos construido.
Una noche, veinte años después, te diste a conocer un mes de febrero.
Y me ganaste todas las batallas de la guerra que libramos,
en mi registro histórico está cada fecha,
cada día, cada mirada que hizo que esa coraza tan grande fuera cayendo
pedazo a pedazo.
Y todo para nada,
sólo para dejarme desprotegida ante un mundo oscuro y siniestro,
me desarmaste en vano, no lo hiciste para venir a cuidarme.
Me abriste de lado a lado para dejarme expuesta.
¿De qué estaba hablando?
De que te quiero, que te extraño,
aunque ahora estés en un lugar mejor,
que aunque sepa que de ahí ya no se vuelve,
te sigo esperando
y qué te voy a contar yo de mi poesía que no sepas,
si cada uno de mis versos hablan de esos gestos tan tuyos que,
ahora que ya no existes,
intento encontrar en cualquier rostro.
Pero que desde tus besos, no ha habido otros más,
y aunque llegue a haberlos nada podrá compararse a
la ansiedad de tu boca.

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