miércoles, 2 de marzo de 2016

El metro

Nadie parece ser feliz en el metro. La gente mira al suelo. En el metro todos están cansados. Todos tienen preocupaciones y responsabilidades muy pesadas para ir cargando por esos pasadizos infinitos. La gente tiene miedo en el metro. El miedo que produce la incertidumbre. A veces, alguien sube a pedir dinero y todos fingen no escuchar. Otras veces, entran abuelos a tocar el acordeón, con sonrisas impostadas a pesar de la pobreza, porque saben que todos están tristes en el metro y los intentan alegrar. Pero todos agachan la mirada. Suben el volumen de su propia música. En el metro están todos muy cansados, sí, pero ninguno tiene sueños. O no los pudieron cumplir.
En el metro, las señoras no se sientan al lado de los negros, miran a otro lado cuando estos les ceden el asiento. Los sudamericanos tampoco se sientan y su cara parece decir que no les corresponde ese lugar.
Y nadie dice nada. Todos se sumen en un silencio cómplice, en un libro que sacan del bolso, en una conversación con alguien que está muy lejos. Nadie grita, nadie llora, nadie hace nada para poner fin a tanta desigualdad, a todas esas injusticias, a toda la infelicidad del pueblo que tomó el desayuno con la noticia de cientos de niños, hombres y mujeres muertos en el mar, con la noticia de un bombardeo (otro más) y a nadie parece importarle porque "¿qué podemos hacer nosotros?" Porque todos tienen sus propios problemas en el metro. Porque ser feliz no está en venta. Ya no queda. Ya no hay más.

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